La capital de
Siria parece un oasis. Una burbuja en medio de un país en llamas, donde el
conflicto ya se ha cobrado más de 100.000 almas. Entre sus muros sobreviven
refugiados cristianos, musulmanes suníes y alauíes, mujeres que se resisten a
colocarse el velo. Damascenos de origen o de acogida empeñados en mantener las
rutinas del pasado. Todos ellos forman un gran mosaico de vidas detenidas.
Solo el estruendo
ocasional de los morteros y la artillería distantes rompe la melancólica
melodía del laúd en el escenario. Los tiempos han cambiado y lo que antes fue
un restaurante de paso obligado para turistas, extranjeros y nacionales,
languidece hoy con unas pocas mesas ocupadas. A pesar de todo, los sirios
sonríen. Es normal. Pocos lugares hay como el restaurante Abo Al-Ezz. Damasco
regala uno de sus cielos nítidos. Tras los ventanales asoma la mezquita de los
Omeyas. Abajo bulle el zoco, donde se venden ya pocos souvenires, pero uno
encuentra cosas más prosaicas: ropa interior, pañuelos o jabones de Alepo. La
capital siria se aferra a un espejismo de cotidianidad, sitiada por la guerra,
empeñada en soñar con los débiles recuerdos del pasado.
“Siria era un lugar en el que una mujer como yo podía decidir si quería
llevar velo o no”, cuenta Nabila Hadi, de 37 años, sentada a una mesa junto a
una amiga. “Siria era…”, así comienzan a narrar muchos damascenos, como si el
tiempo y el lugar en el que viven fuera cosa de otra era. Aquellos que quedan
en la burbuja de relativa calma que es Damasco apoyan en su mayoría el régimen
de Bachar el Asad, que aguanta desde marzo de 2011 el embiste de unos rebeldes
que se levantaron con las primeras ráfagas de la primavera árabe. A Nabila no le asusta la guerra en sí. Hasta hace
dos meses vivía cómodamente en los Emiratos Árabes Unidos, pero regresó para
estar con a su madre, que se niega a abandonar Damasco a pesar de los coches
bomba, los morteros, los puestos de control y el tenso silencio que se apodera
de esta majestuosa ciudad de noche. “Lo que sí me da miedo es que vengan los
otros y nos pongan a todas el velo”, dice.
Nabila no va tapada a pesar de ser musulmana suní. En eso, Damasco acabó
siendo una capital única en el mundo islámico. El régimen de la familia El
Asad, de confesión alauí, ha mantenido unida cuatro décadas una amalgama de
religiones, sin dejarse dominar por ninguna. “No queremos convertirnos en
Egipto. ¿Ha visto a alguna mujer recientemente en El Cairo sin velo? Allí, los
islamistas avanzaron un extremismo que nada tiene que ver con la fe, que es una
cuestión individual”, explica. Frente a ella, asiente su amiga Rima Hakim,
peluquera, de 37 años, también con el cabello, rubio, descubierto. Su negocio
aguanta, aunque con menos clientes. Mantiene unidos como puede los retazos de
su vida antes de la guerra, como venir a comer al Abo Al-Ezz. “Las mujeres éramos
libres. Puede que eso se esté acabando”, dice bajando la voz y señalando a otra
mesa en la que varias mujeres con velo comen calladas junto a sus maridos.
“No queremos convertirnos
en Egipto. ¿Ha visto a alguna mujer recientemente en El Cairo sin velo? Allí,
los islamistas avanzaron hacia un extremismo que nada tiene que ver con la
fe"
Nabila Hadi, musulmana suní
En principio,
Occidente vio con esperanza la lucha de los opositores. Hablaban de democracia
y de libertad. Enviaban a representantes a Estados Unidos y Europa, prometiendo
una transición modélica si El Asad abandonaba el poder. Muchas veces se dio al
régimen por caído, pero el Gobierno resiste. El bando rebelde ha quedado fragmentado,
cautivo de milicias yihadistas que cometen matanzas en nombre de la ley
islámica. En Damasco no se encuentra a sirios que renieguen de El Asad. Es el
bastión del régimen, y quienes disienten no hablan en alto, pues Siria es
famosa aún por la ubicuidad de la Mujabarat, el servicio secreto.
Suerte tienen quienes aguantan con sus negocios. Muchas tiendas de
antigüedades en la ciudad vieja siguen abiertas porque sus propietarios no
tienen otra cosa en la que ocupar su tiempo. Hoy levantan las persianas, sacan
su silla a la calle y ven el día pasar, unas veces plácidamente, otras sacudido
por atentados.
(EL PAÍS SEMANAL)
Al morir su padre, el presidente Hafez al-Asad, en 2000, fue ascendido a General del Estado Mayor y Jefe Supremo de
las Fuerzas Armadas. El comienzo de su mandato planteó una esperanza de cambio
democrático que fue abandonada al constatarse la continuidad de la política de
su padre.
Bajo la
estricta dominación de la dinastía Asad desde 1971, Siria es unos de los países
clave en Oriente Próximo por su influencia sobre sus vecinos, sobre todo
Jordania, por su frontera con Turquía y por las buenas relaciones que mantiene
con Irán. La mayoría del pueblo sirio tiene ciertas distancias culturales con
Bashar Asad. Él y su familia pertenecen a la minoría religiosa alauí, una rama
del Islam chií que representa al 12% de la población, frente al 74% que suponen
los musulmanes suníes. Ante la amenaza sobre su estabilidad en el poder, Asad
no ha dudado en utilizar la fuerza de la manera más tajante posible. Sin
embargo, esta actitud no ha impedido que las protestas se extiendan desde la
capital, Damasco, por todo el país. La respuesta del Gobierno siempre ha sido
la misma: la represión violenta.
La principal y más trágica consecuencia de la guerra han sido los muertos, en su mayoría civiles. Las batallas en ciudades y los bombardeos indiscriminados en zonas residenciales, han causado muchas muertes, heridos y una devastación total. Para junio de 2013, más de 110.000 habían muerto en la guerra, de los cuales 40.000 son civiles, 45.000 soldados del gobierno y 21.000 rebeldes. Esto hace del conflicto una pasmosa crisis humanitaria.